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CAPÍTULO V
Al salir del Aula Magna veía todo a mi alrededor borroso y confuso, como si una tela transparente de me hubiera puesto delante de la cara y no me dejara ver a dónde ir. Oí la voz de Alex en la lejanía preguntándome a dónde iba y repitiendo mi nombre a gritos una y otra vez pero yo no quería responder, sólo quería desaparecer y frenar todos los pensamientos que invadían mi cabeza.
Salí
a la calle sin dejar de correr, mis piernas marcaban el camino y cuando llegué
al paseo marítimo de la ciudad paré en seco. Vi la torre de Hércules a lo lejos
con su implacable luz señalando no sólo el camino a los barcos, sino también el
mío: sabía a dónde quería ir. Me saque los zapatos de tacón y seguí recorriendo
el paseo marítimo lo más deprisa que ese maldito vestido me permitía, pero cada
vez estaba más cerca de mi destino.
Cuando
por fin pise la fría arena con mis pies descalzos sentí libre por primera vez
en meses y no podía sentir nada mejor en aquel momento. No necesitaba otra cosa
que el aire fresco y marino de mi playa favorita en Galicia, la playa de As
Lapas. No era una playa impresionante como podría ser la Playa de las
Catedrales pero era una playa pequeña y tranquila, protegida por dos muros de
rocas naturales e iluminada por la Torre de Hércules.
Me
quede de pie, inmóvil, mirando al horizonte. Quería sentirme libre y salvaje
como el mar y siempre que estaba allí me gustaba bañarme a la luz de la luna y
dejar mi mente ausente durante unos minutos. Deje mis zapatos en la arena y me
quité las pinzas que sostenían mi largo pelo dejándolo a merced del viento y
sintiendo ese aire fresco y familiar en la piel. Empecé a bajarme la cremallera
del vestido cuando vi una mancha negra en la oscuridad acercándose a mí
velozmente. Intenté forzar la vista para saber qué era eso pero cuando por fin
vislumbré su figura, esa mancha me había tirado al suelo.
Sentía
un gran peso encima de mí y una lengua húmeda y fina lamiéndome toda la cara
como si fuera un delicioso helado o viendo que se trataba de un perro, un
cuenco de pienso. Intenté levantarme pero los besos de aquel perro me hacían
muchas cosquillas y no podía flexionar mi cuerpo hacía arriba.
-
¡Para, por favor, para! – dije entre
carcajadas - ¡Vas a hacer que me duela la barriga! ¿Dónde está tu dueño,
cosita?
Oí
una voz y unos pasos que se acercaban a mí y al animal de forma exhausta ¿Sería
su dueño?
-
¡Ayuda, por favor! – grité riéndome –
¡Este perro es demasiado cariñoso!
-
Perdóneme, por favor – dijo aquella voz
que me resultaba familiar – No sé porque mi perra ha salido corriendo de esa
manera…
Aquel
hombre apartó a su perra de encima de mí y me tendió una mano para ayudarme a
incorporarme del suelo. Le di mi mano sin pensarlo y cuando estaba a punto de
apoyar mis pies al completo en la arena, la perra pasó entre mis piernas
haciéndome perder el equilibrio hacía adelante.
No
quería abrir los ojos después del grito que había salido de mi garganta y
cuando aquel hombre se disculpó de nuevo, me vi obligada a hacerlo para darme
cuenta de que estaba estrujándolo con mis brazos.
-
Lo siento mucho de verdad, no quería
abrazarlo, pero su perra me asustó y…
-
No pasa nada Raquel, algún día tenía que
dejar de disculparme yo por los sustos que te da mi perra.
¿Qué?
¡Ha dicho mi nombre! Lo miré y allí estaba, el chico del cementerio y su perra
Perla, disculpándose de nuevo por el entusiasmo de su mascota. Estaba tan
distraída que no me había dado ni cuenta de que era él el que estaba conmigo
todo este tiempo.
-
¿Qué haces aquí? – pregunté en un tono
que por su cara fue algo desagradable – Lo siento… pensaba que vivías en otra
parte, no pensaba verte por aquí…
-
Durante la semana vivo aquí, para ser
exactos… ¿Ves ese edificio de ahí? – Lo dijo acercándose a mí y señalando un
edificio de apartamentos muy cercano a la playa – Pues vivo en el último apartamento
con esta hermosura de perrita.
Los
miré a ambos. Era una imagen preciosa, se notaba que él amaba a su perra y que
la cuidaba todo lo que podía. El aire empezó a soplar con más fuerza y unas
gotas heladas irrumpieron en la playa como una tempestad.
-
¡Oh, mierda! – exclamé mirando al cielo
– Esto no puede estar pasando…
-
¡Vamos!
Martín
me cogió de la cintura y me hizo correr hasta la puerta de su edificio sin
descanso. Los dos estábamos exhaustos y nuestras respiraciones no nos dejaban
mediar palabra, incluso Perla se había sentado en el portal mirando a la playa
con una mirada cansada.
Estaba
apoyada en la pared de piedra y un escalofrío recorrió mi espalda haciendo que
me estremeciera. Martín se dio cuenta y levanto su cabeza para mirarme a los
ojos. Su brazo estaba apoyado en la pared a la altura de mi cabeza y su otra
mano aún se encontraba en mi cintura. Nos quedamos mirándonos a los ojos
durante mucho tiempo, hasta que otro escalofrío invadió mi cuerpo.
-
Estás helada – dijo Martín mientras me
tocaba el brazo con la mano – Puedes ducharte en mi casa y poner tu ropa a
secar. Luego te llevaré a casa en coche ¿Te parece bien?
No
dije nada, no podía. El frío sólo me dejo asentir y la necesidad de pegarme a
una estufa era más fuerte que mi idea de irme. Así que cuando el abrió el
portal, me metí dentro mirándole como un cachorrito asustado y él me mantenía
la mirada, cortésmente, sin apartarla ni un segundo.
-
Martín, yo no…
-
No te preocupes, te llevaré a casa
cuando me lo pidas.